No hay un lugar más digno y con mayor arraigo histórico, para ser morada eterna de un revolucionario como el Comandante, que el escogido, provisionalmente, por el comando de la revolución.
Este lugar, convertido en el Panteón de la Revolución, junto a los otros dos: el recién construido para honrar a Bolívar en magnífica soledad, y el viejo Panteón clerical, con el resto de las figuras históricas de la República; conformaría los tres hitos memoriales de la nación.
Tomada ya la decisión, acertada u obligada, de no dejar su cuerpo a la vista de los visitantes, cosa que terminaría convirtiéndolo, a pesar de las honras revolucionarias, en sitio de curiosidad turística; podemos darnos el tiempo necesario para construir allí, donde ahora descansa, el monumento que la prisa no permitió.
Los apuros siempre parecen acompañar al gobierno de la revolución, hay una insistencia excesiva en ello. Las explicaciones son innecesarias, todos los que tenemos dos dedos de frente comprendemos lo que es una emergencia, así que no convirtamos el apremio en obra definitiva.
Lo que se hizo allí, obligado por las circunstancias, fue un sepulcro pasajero desprovisto (y esto no es una crítica al autor) de la reflexión, elaboración y trascendencia que le corresponde al Comandante Supremo. Démosle tiempo y espacio a las grandes ideas. Y al escribir esto recuerdo aquel impresionante monumento a Rosa Luxemburgo en Berlín, destruido luego por el fascismo alemán. Eso, en el 23, jamás ocurriría.
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