o reflexiones de una anciana…
--- El otro día les dije que cuando muriera entonces sí que me iban a extrañar. El niño más pequeño dijo: “¿Ah... es que tú estás viva, abuela?”---
Esta sola frase del cuento que sigue me lleva a duplicarlo acá, solo al pensar que yo, con 72 abriles, ya me encuentro en ese camino...
Cuento de Silvia Castillejos Peral (*)
No sé ni en qué día estamos.
En esta casa no hay calendarios, y en mi memoria los días están hechos una maraña. Me acuerdo de esos calendarios grandes, unos primores, ilustrados con imágenes de los santos que colgábamos al lado del tocador...
Ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido desapareciendo.
Y yo, yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.
Primero me cambiaron de cuarto, pues la familia creció. Después me pasaron a otra más pequeña aún, acompañada de una de mis biznietas. Ahora ocupo el cuarto de los trabajos, el que está en el patio de atrás.
Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, pero se les olvidó, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.
Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me he pasado semanas buscando una pluma, y cuando al fin la encontraba, yo misma volvía a olvidar en dónde la había puesto.
A mis años, las cosas se pierden fácilmente, claro que es una enfermedad de ellas, de las cosas, porque yo estoy segura de tenerlas, pero siempre se desaparecen.
La otra tarde caí en la cuenta de que también mi voz ha desaparecido. Cuando les hablo a mis nietos o a mis hijos, no me contestan. Todos conversan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos, escuchando atenta lo que dicen.
A veces intervengo en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno y que les van a servir de mucho mis consejos, pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces, llena de tristeza, me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar la taza de café. Lo hago así de repente, para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta de que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan disculpas.
Pero nadie viene.
El otro día les dije que cuando muriera entonces sí que me iban a extrañar. El niño más pequeño dijo: “¿Ah... es que tú estás viva, abuela?”. Les cayó tan en gracia que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró unos de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos días me dio.
Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible.
Me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme. Los niños corren a mi alrededor, de un lado al otro, sin tropezar conmigo.
Cuando mi yerno se enfermó, tuve la oportunidad de serle útil: le llevé un té especial que yo misma preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara. Sólo que estaba viendo la televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El té, poco a poco se fue enfriando. Mi corazón también.
Un viernes se alborotaron los niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos de día de campo. Me puse muy contenta ¡Hacía tantos años que no salía, y menos al campo! Entonces el sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar mis cosas así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos.
Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban bolsas y juguetes al coche. Yo ya estaba lista y, muy alegre, me paré en el zaguán a esperarlos. Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en el bullicio, comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el coche o porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a gusto por el bosque.
Sentí clarito cómo mi corazón se encogió. La barbilla me temblaba como cuando uno ya no aguanta las ganas de llorar.
Vivo con mi familia y cada día me hago más vieja, pero cosa curiosa, ya no cumplo años.
Nadie me lo recuerda. Todos están tan ocupados. Yo los entiendo, ellos sí hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Yo ya no sé a qué saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos, era un gusto enorme el que daba tenerlos en mis brazos como si fuesen míos. Sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creía recordar...
Pero un día mi nieta, que acababa de tener a su bebé, dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños, por cuestiones de salud.
Ya no me les acerqué más, no fuera ser que les pasara algo malo a causa de mis imprudencias. ¡Tengo tanto miedo de contrariarlos!
Ojalá que el día de mañana, cuando ellos lleguen a viejos... Sigan teniendo esa unión entre ellos para que no sientan el frío ni los desaires.
Que tengan la suficiente inteligencia para aceptar que sus vidas ya no cuentan, como me lo piden.
Y Dios quiera que no se conviertan en "viejos sentimentales que todavía quieren llamar la atención".
Y que sus hijos no los hagan sentir como bultos para que el día de mañana no tengan que morirse estando muertos desde antes... como yo.
¡Vamos a cuidar a nuestros mayores!
Autor: Silvia Castillejos Peral (*)
Tomado en FB de Radiofiesta FM 91.7 Jujuy
(*)Silvia Castillejos Peral, nacida en Texcoco,(1957), estado de México, se inició como escritora con narraciones cortas y como guionista de radio y televisión. Estudió letras en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México. Actualmente alterna su escritura con su trabajo como profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Chapingo, México.