Por: Gustavo Espinoza
Es bueno recordar en esta coyuntura que en la etapa inicial de la sociedad capitalista, cuando la joven burguesía emergente buscaba afirmar su poder en una determinada región del mundo, el nacionalismo asomaba como un hálito de fe y una voluntad de progreso. La afirmación nacional y el mismo concepto de nación lucían como una expresión natural vinculada al avance de las los pueblos en la lucha por el bienestar y el desarrollo. Afianzado el Poder de unos sobre otros, las diferencias nacionales fueron atizadas, paulatinamente y convertidas en fuente de dominación.
En la época actual, sin embargo, en el periodo del imperialismo, ese afán de dominio, convertido en una suerte de “orgullo nacional”, sirve de sustento a los sectores más agresivos del capital financiero para ejercer su dominio oprimiendo a los sectores más amplios. Expresión muy clara de ese deformado concepto nacional, fluye del chovinismo de gran potencia que irradian los discursos de George W. Bush, que lo revindica como la esencia de su doctrina, convencido como está de la “Gran Misión” de la “sociedad americana”.
Y es que en esta etapa de la historia, de un modo más nítido que en otras, se perfila el vínculo que existe entre “la voluntad nacional de dominación” y los intereses económicos, y materiales, que se entrelazan en el mundo globalizado. Para los núcleos agresivos de la sociedad contemporánea, el dominio de la “nación americana” pasa irremediablemente por la opresión nacional ejercida contra los pueblos menos desarrollados, y el pillaje indiscriminado de sus riquezas en beneficio de las grandes empresas norteamericanas y el capital transnacional.
Así, ese nacionalismo sirve objetivamente para sustentar las posiciones más reaccionarias en la medida en que funde en un sólo contenido nociones distintas: un falso orgullo nacional y la capacidad de dominación de un pueblo sobre otros. La expresión más nítida de esta deformada concepción nacionalista, fue ciertamente el fascismo y su variante más siniestra: el hitlerismo, caricatura esperpéntica del nacionalismo, como certeramente lo señala Max Hernández. Su base chovinista generó por cierto una clara concepción antisocialista en todas sus variantes.
Porque lo entendió de una manera muy diáfana Mariátegui se encargo de subrayar que “el nacionalismo de las naciones europeas -donde nacionalismo y conservantismo se identifican y consustancian- se propone fines imperialistas. Es reaccionario y anti socialista”. Podríamos añadir aquí que esta referencia bien puede hacerse extensiva a los Estados Unidos.
Pero el nacionalismo asume una connotación distinta en los países en vías de desarrollo. No en todos los casos esa “connotación distinta” es progresista o avanzada, pero puede serlo. La diferencia tiene que ver con los sectores o fuerzas que la enarbolen, pero también sin duda con el contenido de las propuestas que se planteen.
Ocurre que sectores que no tienen ninguna voluntad nacional, que no se sienten en absoluto ligados al destino del país, que no encarnan ni defienden los intereses nacionales; sino que, al contrario, están estrechamente vinculados a los consorcios transnacionales; enarbolan ocasionalmente intereses supuestamente “nacionalistas” para distanciarnos de procesos progresistas que ocurren en nuestro continente. Es el caso del señor García.
La forma más grosera como ocurre esto, es cuando en nombre de la “soberanía nacional”, se busca introducir cuñas y generar enfrentamientos entre países hermanos, como Perú y Venezuela, o Perú y Bolivia. La más rampante hipocresía de quienes alientan estas tesis, no puede ocultar sin embargo que, al mismo tiempo que las enarbolan, justifican plenamente nuestro papel de “segundones” frente a los países capitalistas desarrollados y reafirman la necesidad de remachar nuestra dependencia con relación a los Estados Unidos.
Por “nacionalistas”, no podemos “seguir a Cuba”, ni “hipotecarnos a Chávez”, dicen, pero no trepidan en hipotecarnos al dominio yanqui. Por “nacionalistas” -añaden- no debemos “seguir el camino de otros”, como Evo Morales. Pero sí podemos, y debemos perjudicar nuestro propio desarrollo sacrificando la agricultura nacional para beneficiar a los productores de los Estados Unidos, como ocurre con el TLC. Lo que se busca con ese cúmulo de formulaciones es descalificar la lucha nacional liberadora de los pueblos, desalentar el rumbo patriótico de nuestras naciones,; y justificar por cierto todas las maniobras imperialistas orientadas a destruir las experiencias nacientes en Venezuela y Bolivia.
Es un típico caso de falso nacionalismo. El uso de una categoría contraria a los intereses nacionales del Perú en provecho de los poderosos. No corresponde en absoluto a la voluntad del pueblo ni a los intereses de la Nación.
Mariátegui también distinguió eso, y aseguró por eso que “el nacionalismo de los pueblos coloniales -sí, coloniales económicamente aunque se vanaglorien de su autonomía política- tiene un origen y un impulso totalmente diversos. En estos pueblos, el nacionalismo es revolucionario”.
La condición básica es que el nacionalismo en nuestros países cumpla una función de corte liberador, para que el patriotismo - y no el patrioterismo- contribuya a afirmar la conciencia nacional y la dignidad, para que el sentimiento nacional -y no el chovinismo- se imponga. Para ello es indispensable una formulación estratégica de corte socialista. La suma del orgullo nacional y del socialismo como concepción de clase, permitirá, en la perspectiva, hacer avanzar el nacionalismo rumbo al socialismo, asegurando su porvenir. En los hechos, y más allá de diferencias puntuales y ciertamente episódicas, ese fue el contenido básico de la opción velasquista. Y eso es, en el fondo, lo que explica el odio profundo que siente hacia ella la derecha más reaccionaria.
De ahí que el dilema que propone García no resulte sólo falso, sino también demagógico. Un brulote demasiado grueso para que lo pueda digerir el pueblo, cansado de la cháchara huera de los encantadores de serpientes que afirman su fe en los giros del idioma. Las palabras algunas veces no sirven para decir la verdad, sino para ocultarla. Y en esos casos, permite que el pasado se proyecte como un árbol trágico que cierre el camino de los pueblos.
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