30 junio 2007

De Altamira a Capitolio, de Beto y Teresita.

Historia de dos ciudades.
Cuando el pueblo, por medio de la instrucción, sepa lo que son sus deberes y derechos habremos consolidado la República.
-Simón Bolívar-
Para Vladimir y aquellos quienes desesperan esperando

Por: Carola Chávez


Caracas es una ciudad bien compleja donde las cosas pueden no ser como se ven. Acaso es que yo veo todo al revés y por eso me gusta tanto pasear por esa ciudad para encontrar belleza en el desorden, melodías en el ruido, tesoros en medio de las aceras, oscuridad en la belleza, y belleza en la oscuridad.

Caracas son dos ciudades en una. La que conocí de pava, linda, la ciudad y linda yo y la que voy conociendo de cuarentina, grande la ciudad, pequeña yo, pequeña y feliz de poder ver.

La semana pasada me tocó cruzarla varias veces de este a oeste. El este que tanto conocí y en el que ahora, después de doce años de ausencia, desconozco, por donde me paseo con asombro de haber encajado perfectamente en ese sitio, en ese modo de vida, donde ahora me siento como una infiltrada, donde no entiendo nada de lo que antes era tan sencillo que no necesitaba explicación.

El este de Caracas es bonito, moderno, extranjero, si no fuera por los loros, que siempre regresan a dormir en el Guayre, se podría pensar que es una de esas ciudades genéricas que no tienen nacionalidad. Una Caracas políglota donde el café ya no se llama café, se llama capuccino o latte aunque sea solo café, donde las cuarentonas no se arrugan, donde la gravedad no afecta a las tetas, donde todas las narices son todas iguales, donde se camina con el pecho por delante, con cara de interesante, con expresiones tan estudiadas al caletre que ya no expresan nada.

El este de Caracas se distingue de Venezuela y se parece cada día más a Miami, lo que produce en sus moradores el orgullo vacuo del que copia porque no saber crear. Lo demás es monte y culebra...

Lo demás, el oeste, el lejano oeste de los cuentos de terror de mi infancia. Un lugar peligroso, sucio, feo...

La estación del metro en Altamira me traga y me escupe en Capitolio, debo llegar a la Plaza Bolívar y no tengo idea por donde ir, sigo a la gente, gente colorida, no tanto por su piel, que es como la mía, sino por sus ropas, su tongoneo, su ritmo interior que los hace bailar al son de mil canciones que suenan a la vez.

Un desorden generalizado y las advertencias que llevo tatuadas en el hipotálamo me hacen apretar mi bolso contra mi cuerpo, apretar el paso y poner cara de ja! ni se nota que no soy de aquí. Y se nota, pero no pasa nada, me ofrecen comprarme unos dólares que no tengo, nadie me silba o me sisea, lo que me indica que a mi si me afecta la gravedad y el tiempo, gracias al cielo, y un viejito me dice divertido que para llegar a la Plaza Bolívar solo tengo que dejar de caminar, y yo levanto la vista para ver al Libertador aguantando la risa por lo gafa que me veo allí parada, con cara de caraqueña extraviada en el medio de Caracas.

La otra Caracas, la que esta viva, la que se reinventa cada día, la que surge del olvido y se vuelve ciudad, la que se ordena y se desordena buscando su camino, la que lo encuentra mientras camina, la que encontró un futuro que hace años le fue negado, la que sobrevivió con la fortaleza del perro callejero, que flaco, sarnoso y apaleado todavía es capaz de mover la cola de alegría frente a una bolsa de basura recién tirada, no porque sea tonto ni sumiso, sino por que es capaz de encontrar alegría en lo poco bueno le toca.

Yo tuve un fox terrier, vaya perro cabrón el mío, cabrón y longevo. Beto nunca entendió que era un perro con mucha suerte, no supo ver que sin mi él habría muerto de un ataque de pulgas. Beto no podía comer pollo porque de daba gastritis, no podía comer nada que no fuera su comida, importada, carísima, sufría de eccemas en la piel, y de paso mordía, pero no a los ladrones sino a niñitos cariñosos y confiados y a la dueña de la casa que habíamos alquilado. Se meaba en la nuestras almohadas y se cagaba en medio del paso a la cocina justo a media noche, para que si alguien iba medio dormido a buscar agua, se despertara con la cálida sensación de la caca de fiel mascota escurriéndose entre los dedos de los pies. Beto sabía lo que hacía, era un perro muy inteligente, y se cagó en sus dueños durante diecisiete años porque, simplemente, era un cabrón.

Teresita llegó a la casa un día con la barriga hinchada de parásitos y muerta de miedo. Nos quedamos con ella porque nadie la quería. Era una perra sin raza, o con muchas razas revueltas. Perra amarilla con ojos agradecidos. Tere se meaba si, pero de alegría de vernos, comía cualquier cosa como si fuera un manjar, se arrancaba las pulgas con sus dientes, y se olvidaba de que era miedosa si algo nos amenazaba. Teresita sabía que tenía mucha suerte, que aun cuando hubiese sido capaz de sobrevivir en la calle, al contrario del cabroncete de Beto. La cuidábamos y la queríamos y ella nos retribuía con sonrisas perrunas, buena compañía y alegres meadas matutinas. Mientras Beto exigía más y más, Tere disfrutaba con los que le caía. Insisto, Beto era un cabrón.

Igual pasa con los caraqueños y conste que no estoy llamando perro a nadie. Los del este tienen mucho: la comida les sobra al punto de tirarla a la basura mientras que dicen a sus niños: ‘’ La comida no se bota’’. Tienen casas grandes, piscinas, carros, parques, tiendas, productos importados, muchos zapatos, pantalones y camisas, tienen doctores que curan todo, tienen colegios y guarderías,trabajo en aire acondicionado, tienen señoras de servicio que limpian y cocinan, tienen viajes, cuentas bancarias, clubes, clases de karate y ballet, juguetes, muchos juguetes para sus niños. Del faltarles, no les falta nada que se pueda comprar. Pero nunca tienen suficiente, y se quejan, exigen, patalean y no se mean en la almohada porque la funda que las cubre es carísima y ellos mismo la pagaron.

No solo se quejan por lo que no han podido comprar aun, se quejan porque otros pretenden tener derecho a vivir, ni siquiera como ellos, porque eso es excesivo, sino a vivir dignamente. Los otros, los tierruos, pretenden comer tres veces al día, tener un techo que los cubra de la lluvia, un doctor que cure sus enfermedades, un colegio para sus niños. Pretenden estudiar en la universidad, y que sus hijos sigan su ejemplo, pretenden ser gente de bien, pretenden pensar y, para colmo, pretenden decidir con su voto el destino de todos los venezolanos.

Mis Betos de Baruta y Chacao, se enteraron hace dos semanas, que hay una lucha de clases. Ellos dicen que ese es un fenómeno nuevo, que aquí no existía hasta que Chávez, con su discurso incendiario, nos dividió. Es fácil no saber de luchas de clases cuando se es la clase explotadora y opresora. Más que fácil, es conveniente.

Ellos hablan de reconciliación nacional condicionando la misma al cumplimiento de sus exigencias. La reconciliación para ellos implica el desconocimiento de la voluntad popular, el regreso a un pasado grotesco y la desesperanza de las mayorías.

Yo no entiendo tanto egoísmo, o tanta ceguera, para no ser tan dura. No se en qué los afecta negativamente que todos tengamos una vida mejor. Solo se que cuando Beto se quería pasar de vivo con Tere, ella no se cortaba para meterle un mordisco y hacerlo correr, chillando y con el rabo entre las piernas.

Los caraqueños del oeste están descubriendo a que sabe la esperanza, ya han probado el sabor de una vida mas digna, no están peleando por un hueso, están defendiendo el futuro de todos los venezolanos, incluso el de quienes pretenden dejarlos sin futuro. De los del oeste tenemos mucho que aprender, tanto que podríamos sentir mucha vergüenza por haber sido tan ignorantes, tan soberbios y tan ciegos.

¿Monte y culebra? No lo creo, lo que hay mas allá de Chacaito es un país grande donde el café se llama café, la gente se llama gente y la reconciliación significa igualdad.

Por: Carola Chávez

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