Otro artículo de la serie destinada a la formación de revolucionarios.
Es decir, no debemos temer a la violencia, la partera de las sociedades nuevas; sólo que esa violencia debe desatarse exactamente en el momento preciso en que los conductores del pueblo hayan encontrado las circunstancias más favorables. -CHÉ/septiembre/1963-
Por, Martín Guédez
¿Cuál es nuestro objetivo?, ¿Cuál nuestra lucha?, ¿Qué formas debe adquirir? Son buenas preguntas. Un primer eje transversal sería que nuestro objetivo es el socialismo como comunidad de amor y justicia. Recalcar que creemos en que el socialismo es una experiencia de amor y un valor absoluto para el hombre y la salvación para la humanidad. Por eso lo llevamos y nos sentimos elegidos y privilegiados por hacerlo. Porque, en primer lugar, lo hemos experimentado en nosotros y queremos participarlo a los demás. No se puede dar de lo que no tenemos. Sólo podemos dar aquello que poseemos. El socialismo se contagia como la gripe, por contacto y con el ejemplo. Hay que respirárselo en las narices a la gente.
Este anuncio socialista incluye, por supuesto, una preparación ideológica de alta calidad, un conocimiento profundo de los problemas de la justicia. Un encarnarse en el pueblo sabiendo que uno forma parte de ese pueblo y está allí en nombre de la Revolución, experimentando sus valores, sus luchas y sueños para formar al hombre nuevo desde nuestra propia condición de tal.
A la sociedad venezolana la empujan muchas fuerzas. Esta sería un segundo eje. No todas estas fuerzas son malas. Hay quienes a su manera trabajan por mejorar la situación del hombre, especialmente en los niveles de una mayor justicia social, igualdad y participación. Ellos también deben ser tomados en cuenta. Hay que convencerlos también de que sólo el socialismo posee los valores imprescindibles para la construcción de un mundo nuevo. ¡Cuanta gente buena se limita a la caridad reparadora sin profundizar en la eliminación de las causas! Esa gente buena debe ser incorporada, convencida, ganada para la causa socialista.
¡Socialismo o barbarie! De esta confesión apasionada vivimos. De ella nos nutrimos, hasta convertirnos en su metáfora plástica. Ahora bien, proclamar que el socialismo es la salvación de la humanidad es mucho más serio de lo que en principio pudiera imaginarse. Significa renunciar a seguir siendo “señores” de la vida de alguien, al tiempo de oponerse a cualquier intento de “señorío” de unos hombres sobre otros. No importa de donde vengan estos intentos; lo importante es luchar contra la explotación del hombre por el hombre, sea que provenga del enemigo tradicional o del camarada acomodado especie de nuevo burgués emergente. Así es como esa afirmación meramente enunciativa se convierte en la sustancia de mayor contenido humanista y revolucionario de la historia. Nadie es señor de nadie.
Hay que trabajar para que esta afirmación anide en el corazón de todos. Hay que hacer que resuene en el fondo de los corazones de tantos jóvenes esclavizados por tantos y tan variados “señores”. Hay que hacer que resuene en la mente y el corazón de otros luchadores por un mundo nuevo que no la contiene. Hay que dejar de ser timoratos y prudentes. Junto a esta afirmación, otra debe insertarse con fuerza en la mente, el corazón y las manos de los cuadros revolucionarios: ¡No hay revolución sin amor!
Sólo el amor es suficientemente revolucionario. Un revolucionario sin amor es como una campana cascada. Aunque pueda sonar a retahíla evangélica: Sólo el amor salva al pueblo. No salva el poder, aunque sea imprescindible, ni salvan las propias cualidades. Más bien el peligro intrínseco de ambos es curvarse hacia el propio beneficio. Lo único que hace revolución es el amor que, para corporeizarse, echa mano de determinadas formas de organización a las que utiliza como prolongación suya en beneficio del pueblo. Decir socialismo es decir revolución del amor a la humanidad. Es materializar el ejemplo de aquel revolucionario de Nazareth, aquel hombre sin poder, quien con su entrega amorosa libró el combate profético más grande de la historia. Un cuadro revolucionario tiene que ser encarnación plástica de esa verdad a través de su propia vida.
Por, Martín Guédez
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