"[...] todo funcionario público a quien se le convenciere en juicio sumario de haber malversado o tomado para sí de los fondos públicos de diez pesos para arriba, queda sujeto a la pena capital". La que se aplicaría igualmente a los jueces "a quienes según la Ley compete este juicio, que en su caso no precedieren conforme a este decreto".
-Simón Bolívar-
Un problema que me preocupa cada día más. Ese divorcio entre el discurso y el ejemplo y el efecto en el alma del pueblo noble.
Por, Martín Guédez
En la medida en que el momento cumbre se acerca me resulta más preocupante la incoherencia entre los modos de vivir de quienes encarnan ante el pueblo el proyecto revolucionario y su discurso. Resulta conmovedor y doloroso observar como el poder –y con él, el dinero- va transformando a las personas. Resuena con fuerza la afirmación de Jesús de Nazareth cuando exigía que el seguimiento pasara por el desprendimiento de todo bien material, "No se puede servir a dos señores, porque se terminará despreciando a uno y amando al otro", no se puede servir al pueblo y al dinero. El dinero, y todo cuanto con él se logra, termina por volver a la persona soberbia, arrogante, indiferente. El dinero, en otras palabras, le encallece el alma.
No pongo en duda que –como el mismo Evangelio lo señala- "el obrero merezca su salario". Que cada persona fruto de su trabajo, honesta y generosamente entregado al servicio de los demás, obtenga beneficios económicos, y que estos provechos se traduzcan en mejoramiento en la calidad de vida para sí mismo y su familia, no sólo resulta normal y ético sino necesario. Lo insoportable es que consecuencia del servicio al pueblo la persona salte –literalmente- de asalariado a potentado, de caminante solidario con el pueblo, allá por Puente Llaguno a exitoso empresario emulador en miniatura de Bill Gates. La razón es sencilla, el trabajo honesto no produce tales réditos. Si así fuera los grandes millonarios del mundo serían los trabajadores. Toda forma de salto espectacular en los ingresos presupone robo. No es meramente apropiación legítima de la plusvalía, eso es corrupción pura y simple, redonda y sin poros.
Ese tipo de espectáculo es letal. Quizás ningún otro antitestimonio lo sea más que este. El discursito revolucionario en la boca de un corrupto es una bofetada en el rostro del pueblo. El pueblo está acostumbrado a la ofensa inferida por el rico clásico, pero con este, por lo menos, no tiene que calarse el sermón. Sencillamente hay que exigir cuentas y comenzar por cerrarles la boca. Con ejemplos de neoconversos al capitalismo más salvaje el discurso revolucionario es cacofónico, molesto y repugnante, como diría Cabrunas “da mala impresión”.
La forma concreta de hacer la revolución pasa necesariamente por un modo de vida socialista. Ser revolucionario, más allá de las poses, es una experiencia profunda de amor al pueblo. Pueblo para la revolución es toda persona desde que nos acercamos a ella por amor. Desde la más cercana hasta la más distante. El pueblo se vuelve prójimo por amor. La existencia de masas inmensas de personas pobres desafía y acusa la conciencia del revolucionario. El pueblo pobre no lo es por un fatalismo. El pueblo pobre es un pueblo empobrecido, es decir, un pueblo estafado, defraudado, robado, enajenado del fruto de su trabajo y su dignidad. Un revolucionario que se enriquezca del hecho de estar al servicio del pueblo es un canalla.
La conciencia no puede dejar dormir tranquilo a quien escala al poder y además lo hace a nombre del amor al pueblo. El contraste entre lo que hace poco era y lo que hoy es debe causarle repugnancia infinita si aún le que un miligramo de vergüenza. Amar al pueblo significa sumergirse en el conflicto social que crea semejante empobrecimiento. Es hacer una elección política con consecuencias muchas veces dramáticas en términos personales, familiares y de grupo. Exige una des-identificación ideológica con los mecanismos del poder. Hay que amar dentro del conflicto, amar con limpieza de corazón, con sincero espíritu de pobreza. El rico, el poderoso, el causante del empobrecimiento del pueblo, hemos de desterrarlo, en primer lugar de dentro de nosotros mismos. El proceso de liberación debe comenzar primero en nosotros mismos. Con franqueza… todo lo demás produce un asco profundo e insoportable.
En Marzo de 1963, el Che decía a una Asamblea de Trabajadores: “El ejemplo, el buen ejemplo, como el mal ejemplo, es muy contagioso, y nosotros tenemos que contagiar con buenos ejemplos, trabajar sobre la conciencia de la gente, golpearle la conciencia a la gente, demostrar de lo que somos capaces; demostrar de lo que es capaz una Revolución cuando está en el poder, cuando está segura de su objetivo final, cuando tiene fe en la justicia de sus fines y la línea que ha seguido, y cuando está dispuesta, como estuvo dispuesto nuestro pueblo entero antes de ceder un paso en lo que era nuestro legítimo derecho”. Y yo añado: más ejemplo y menos teatro camarada, más sacrificio y menos pantalla.
Por, Martín Guédez
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