Por: Mary Pili Hernández
El Nacional
En todo proceso polí tico se presentan diferencias en cuanto a la manera más conveniente de desarrollarlo. Es normal, porque somos humanos, que no todos estemos de acuerdo, inclusive cuando se comparten los principios fundamentales de carácter ideológico, puesto que al momento de llevar a la práctica dichos principios, las visiones pueden ser diferentes.
No obstante, y partiendo del supuesto anterior, también se encuentra uno por el camino con actores políticos que, seguramente hasta con muy buena intención, pretenden forzar la barra de los cambios, sin tomar en cuenta las opiniones del colectivo.
En otras palabras, hay quienes consideran que deben ser más revolucionarios que todo el mundo y que, en consecuencia, tienen la responsabilidad de precipitar los procesos y las acciones, aunque la mayoría no los acompañe en el intento.
Dolorosamente, la historia latinoamericana del pasado siglo está plagada de ejemplos de dirigentes muy talentosos, que lideraron procesos importantes en función de lograr cambios sociales trascendentales y muy necesarios para esos pueblos, pero que en un momento determinado, por asumir posiciones radicales que no fueron comprendidas por la gente, contribuyeron a destruir lo que ellos mismos habían construido.
El radicalismo vs. la revolución
Quienes son revolucionarios pero en un momento determinado hacen votos para que no se asuman acciones extremas, son acusados por algunos de reformistas.
Es común escuchar que el reformismo está en contra de la revolución, pues los cambios que se hacen no son de fondo, sino simplemente de forma.
Sin embargo, la historia pareciera demostrar que la tentación del reformismo no es la única en la que pueden caer los revolucionarios. Por el contrario, tener una actitud radical que lleve a extremos suele ser la tentación más común de algunos que se llaman a sí mismos revolucionarios, y son éstos los que habitualmente acusan a los demás de no estar lo suficientemente comprometidos con los procesos de cambio.
Los radicalismos no son otra cosa que fascismo del más puro. Las actitudes radicales no favorecen los procesos de cambio y menos aquellos que pretenden ser de carácter colectivista, puesto que el radical es aquel que no acepta, que es intolerante y que excluye a aquellos que piensan o se comportan diferente.
Sería natural que una persona radical fuera de derecha, puesto que estos personajes le rinden culto al individualismo y rechazan cualquier cosa que pueda supeditar sus intereses particulares y ponerlos al servicio de los demás.
Por el contrario, para quienes dicen creer en el colectivo y en la necesidad de colocar los intereses sociales por encima de los particulares, pareciera no tener mucho sentido tener comportamientos radicales, puesto que se debería partir del principio de que todos son importantes y de que "es mejor equivocarse con el pueblo que acertar sin él".
Los radicales también tienen el problema de suponer que ellos siempre tienen la razón, por encima de lo que piensen los demás. Cuando alguien los llama a la reflexión, en la mayoría de los casos utilizan la descalificación personal, en lugar del debate con base en argumentos.
Quienes no coinciden con sus planteamientos son acusados de cobardes y temerosos, de salvaguardar los intereses de los sectores privilegiados y de trabajar para el enemigo. Este tipo de afirmaciones suprime la discusión racional y si no hay discusión, lo que se impone es la fuerza.
Expropiaciones y decretos
Recientemente se ha producido una decisión por parte de la Alcaldía Metropolitana de expropiar los campos de golf de varios de los clubes de los sectores de mayor poder adquisitivo del país, con el argumento de que estos terrenos servirían para la construcción de viviendas, que es uno de los problemas más importantes que se debe resolver en nuestro país, debido al déficit que se tiene desde hace varios años.
Esta decisión ha sido duramente criticada por los sectores opositores del Gobierno, pero también por una buena parte de los que apoyan el proceso revolucionario, al punto de que, la publicación de dichos decretos en la Gaceta Metropolita na, y el escándalo que se ha gene rado luego, llevó al vicepresidente de la República, por instrucciones del propio Presidente, a emitir un comunicado en el cual el Ejecutivo nacional se deslindaba de estas acciones y manifestaba su posición de no avalar dichas decisiones.
Por ello, uno se pregunta: ¿era necesario llegar hasta aquí?, ¿nadie había hablado con el alcalde metropolitano anteriormente, en función de aclarar cuáles son las posiciones que el Ejecutivo nacional tiene en materia de propiedad privada, expropiaciones y planificación urbanística?, ¿al alcalde nunca se le ocurrió preguntar la opinión a otros actores del Gobierno en función de concertar posiciones?
Todo parece indicar que esta discusión no se dio y que los trenes chocaron. Por un lado, los que tienen las posiciones radicales, y por el otro, los que están obligados a respetar los derechos de la gente, así sean acusados de antirrevolucionarios o reformistas.
La punta del iceberg
Lo sucedido con este caso de los terrenos de los clubes de golf y las decisiones de expropiación de la Alcaldía Metropolitana es sólo la punta del iceberg de una discusión muy importante que se debe dar entre los revolucionarios. ¿Hacia dónde se dirige este proceso?, ¿cuál es la forma cómo se deben dar los cambios?, ¿cuál pretendemos que sea el resultado final de toda esta transformación?
Si quienes nos confesamos revolucionarios no nos sentamos a reflexionar seriamente y a discutir sobre estos temas, seguiremos corriendo el riesgo de que cada gobernador, cada alcalde, cada presidente de instituto autónomo, e incluso cada ministro, decida por su propia cuenta cuál es la mejor manera de gobernar y de adelantar el proceso, con el grave riesgo de que se caiga en anarquía o incoherencia.
En un gobierno que no tuviera las implicaciones ideológicas que tiene éste, la situación mencionada no representaría ningún problema.
Por eso es que en la cuarta república, adecos y copeyanos se repartían la torta, y cada cual hacía lo que mejor le parecía en su parcelita de poder.
Sin embargo, en un proceso que se llama a sí mismo revolucionario, esto es inaceptable, puesto que debe haber coherencia en las decisiones, todo el mundo debe remar para el mismo lado, porque se deben tener los mismos objetivos.
Señal positiva
Es indispensable reconocer, en el medio de esta diatriba, que el Ejecutivo nacional ha dado una señal muy positiva en cuanto a lo que significa el respeto del Estado de Derecho, de la propiedad privada y la garantía de los derechos económicos de los venezolanos.
Independientemente de la posición política que pueda tener cualquier persona, se debe reconocer que la decisión asumida por el vicepresidente, por instrucciones del propio presidente de la República, envían una señal clara y rápida de cuáles son las posiciones que el Gobierno nacional defenderá en estas áreas.
No reconocerlo, además de mezquino, sería una torpeza de aquellos que sin duda estarán de acuerdo con lo expresado por el comunicado de la Vicepresidencia. Nobleza obliga.
Por: Mary Pili Hernández
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